Alejandra Volpedo (en el centro) lidera un equipo de 12 personas reconocido en el mundo por su aporte al estudio de los otolitos en especies de valor comercial.
Como muchos de sus compañeros, Alejandra Volpedo decidió convertirse en bióloga bajo el influjo del célebre Jacques Cousteau. Soñaba con dedicarse a los mamíferos marinos, pero su profesor (y director del Museo de Ciencias Naturales Bernardino Rivadavia) José María Gallardo, que había intentado disuadirla al aconsejarle trabajar en peces, terminó cediendo. Un día, Gallardo llegó al laboratorio y le indicó: «Bueno, ya que quiere trabajar en mamíferos marinos, le traje unos estómagos de delfines llenos de otolitos (pequeños huesos del oído). Averigüe a qué especie pertenecen».
Ella no lo sabía, pero ese instante no solo iba a sellar definitivamente su destino profesional, sino que también marcaría el comienzo de una línea de investigación que la llevaría a desarrollar un conocimiento clave para el manejo de la pesca. El estudio de los otolitos permite determinar a qué stock pesquero pertenece un ejemplar, orientar a la flota, determinar la contaminación acuática y hacer la trazabilidad, entre muchas otras aplicaciones.
Hoy, el grupo de Volpedo es reconocido en el mundo por sus aportes en este campo, pero también por haber desarrollado una técnica de bajo costo para reemplazar equipamiento inexistente en el país y en la región.
Como si fuera un pasaporte, los otolitos guardan el registro de en qué aguas nadó el pez en las líneas que se depositan durante su crecimiento. Fuente: LA NACION
«Los otolitos son pequeñas estructuras de carbonato de calcio (que pueden ser chiquititas como la cabeza de un alfiler o medir hasta alrededor de un centímetro y medio) ubicadas en el oído interno de los peces -explica la especialista, que lidera un equipo del Centro de Estudios Transdisciplinarios del Agua en la Facultad de Veterinaria de la UBA-. Son el órgano llamado ‘vestibular’ o del equilibrio, y le informan al cerebro si el pez está nadando hacia arriba, hacia abajo u horizontalmente».
Como si fueran dientes, a medida que los otolitos van creciendo y se va depositando el carbonato de calcio, también lo hacen trazas de elementos del agua en la que los peces viven. Cuando se los corta transversalmente, se ven «anillos de crecimiento» similares a los de los árboles. «Así, uno puede conocer el ambiente en el que estuvo el individuo en cada momento de su vida, hasta que uno lo pesca -detalla-. Nosotros los llamamos ‘la caja negra’ de los peces».
Durante su doctorado, Alejandra estudió la morfometría de estas estructuras en las corvinas del Atlántico y del Pacífico, una especie de importancia comercial, para ver si se podía deducir de ellas los stocks pesqueros; es decir, los grupos que se puede comercializar.
Conocimiento vital
«Separar los stocks pesqueros es lo que permite manejar el recurso -destaca la científica-. Por ejemplo, antes se pensaba que la corvina formaba un solo stock; si no había más a la altura de Mar del Plata, se mandaba la flota al río Salado. Con el trabajo que hice hace casi tres décadas, pude descubrir que en la provincia de Buenos Aires hay dos: uno en la bahía de Samborombón y otro en la bahía San Blas, cerca de Bahía Blanca. Cada uno tiene integridad genética (se reproducen entre ellos). A partir de ahí, en lugar de mandar la flota al Salado, donde estaba el mismo stock pesquero, empezaron a mandarla al sur. Se puede dividir el esfuerzo de la flota y se evita sobreexplotar el recurso».
Hace unos años, la investigación de los otolitos dio un gran salto en el mundo. Empezó a comprobarse que la química era mucho más importante que la morfometría. Para poder incursionar en ese terreno, Volpedo y su grupo tuvieron que poner en juego su creatividad para reemplazar recursos costosos, como un equipamiento láser que permite estudiar estas estructuras. «Tuvimos que ingeniárnoslas -cuenta- y aplicar técnicas que se usan en geología, por ejemplo. En lugar de ablacionarlos con láser obtenemos las muestras con un torno ‘dremel’ (como los que se emplean en pedicuría). También desarrollamos técnicas de micropulido, que permitieron a países sin acceso a los aparatos más caros implementar estos métodos para estudiar sus propios stocks».
La pericia de los científicos argentinos es tal que reciben invitaciones de países como España, Brasil y Estados Unidos para que colaboren con ellos en la interpretación de los datos que obtienen. A cambio, les ceden el uso gratuito de los equipos (cuyos servicios se cobran entre 700 y 1000 dólares por muestra), incluso de instrumentos novísimos que todavía no están en el mercado.
Para Carlos van Gelderen, integrante del directorio del Conicet, «al identificar stocks pesqueros y áreas de cría de diferentes especies, la investigación liderada por Alejandra Volpedo, que forma parte del consejo directivo de la Red de Seguridad Alimentaria, es de fundamental importancia para realizar una captura racional, que evite la sobrepesca. En particular, desde el punto de vista del conocimiento de los desplazamientos de peces, particularmente en la reconstrucción de los patrones de migración. Esto contribuye a la seguridad alimentaria del planeta, al brindar información técnico-científica a las empresas pesqueras para que realicen su actividad en forma sustentable y con el menor nivel de contaminación de los mares».
Van Gelderen agrega que sería importante completar el equipamiento necesario para realizar todos los estudios en el país, determinar stocks de especies comerciales y contribuir a la implementación de políticas públicas con sólida base científica.
«Cuando me puse a trabajar aquel día en el laboratorio -concluye Volpedo-, no se sabía cuál era la dieta de los delfines. Me encontré con los otolitos, me fascinaron los peces y, al final, de mamífero marino lo único que tuve en mis manos fue un estómago».
Por: Nora Bär
LA NACIÓN
26 de diciembre de 2019